Poco a poco fui comprendiendo que el mundo está lleno de contrastes: cosas terribles, sí, pero también maravillas.
Me di cuenta de que nuestra realidad es dual y que siempre existirán las dos caras de la moneda, tanto en el mundo como en nosotros mismos. Sin la tristeza, no podríamos conocer la alegría. Una existe gracias a la otra.
Fue hace más de 10 años, en la montaña, cuando mi vida dio un giro de 180 grados.
En aquel entorno comencé a sumergirme en el estudio de diversas técnicas de autoconocimiento. Investigaba apasionadamente sobre el inconsciente, cómo funciona y cómo dirige nuestra vida desde las sombras. Al mismo tiempo, descubrí la visión metafísica del Advaita (no-dualidad), una perspectiva que fue transformándome sin que apenas me diera cuenta.
Empecé a entender algo esencial: si cambiaba mi percepción del mundo, mi mundo cambiaría. Aprendí que todas las experiencias que vivimos están profundamente conectadas con cómo las interpretamos a niveles inconscientes.
Y así fue.
Mi vida comenzó a transformarse poco a poco… hasta que algo la aceleró. La vida me dio ese «empujoncito» que a menudo llega en forma de crisis existencial.
Una de esas crisis que te sorprende, te sacude y pone tu mundo patas arriba. Esos momentos que te llenan de tristeza y desconsuelo, cuando sientes que todo lo que creías seguro se desmorona.
Pero a veces, en el desmoronamiento, encontramos los cimientos para reconstruirnos.
El proyecto terminó de forma abrupta: uno de mis mejores amigos falleció, y no tuve más remedio que volver a la ciudad, con una profunda sensación de fracaso y tristeza.
Sin embargo, mirando atrás, puedo decirte que esa crisis fue lo mejor que me pudo pasar.